martes

CONCIENCIA


 Terminé la semana pasada con la cita de la Carta a los filipenses (2,5): “la conciencia que estaba en Cristo también está en nosotros”. Pero ¿qué entendemos por conciencia? Y, sobre todo, ¿qué entendemos por la conciencia de Cristo?


Recuerdo una cita que leí hace años del psicólogo británico Stuart Sutherland, que decía: “La conciencia es un fenómeno fascinante pero difícil de alcanzar. No se ha escrito nada que realmente merezca la pena leer al respecto”. Desde entonces se han realizado diferentes investigaciones. En particular, las realizadas por Francis Crick (famoso por el estudio de la estructura del ADN) sobre la conciencia visual, pero eso es solo una pequeña parte de todo el campo. Recientemente se han realizado algunas investigaciones para mostrar el efecto que tiene la meditación sobre el cerebro, como veíamos cuando he citado comentarios del libro de mi hija, la Dra. Shanida Nataraja, “El cerebro dichoso”. Vimos la enorme importancia del efecto que tiene la atención en ciertas áreas del cerebro.  La atención focalizada en un punto “apaga” el área cerebral donde se producen los pensamientos, las imágenes y los sueños. En otras palabras, se suprime una de las funciones del ego. También tuvo efecto sobre otra área del ego que se relaciona con la respuesta emocional: la fuerte respuesta de supervivencia de «huir o luchar» se transformó en una reacción de aceptación, relajación y serenidad.


El efecto más interesante para el tema de la conciencia es el efecto que la atención tiene sobre la corteza parietal. Esta zona cerebral tiene a su vez dos áreas importantes: la corteza de asociación de orientación y la corteza verbal-conceptual. La primera está asociada con la orientación en el tiempo y el espacio y la creación de límites: uno mismo/los demás y el mundo de los opuestos, mientras que el segundo confiere la capacidad de transmitir nuestra experiencia en palabras. Por tanto, vemos que se trata de dos áreas que se relacionan con cualidades del ego. La atención focalizada en un punto genera una disminución de la actividad de la corteza parietal, por lo tanto, conduce a una disminución de ambas habilidades. Esto explica por qué perdemos el sentido de nuestra identidad aislada disolviendo la percepción del tiempo y del espacio y unificando todos los opuestos, lo que nos lleva a un sentimiento de conexión con todos y con todo lo que nos rodea y, al mismo tiempo, a la incapacidad para explicar esta experiencia claramente a los demás.


La importancia de esta secuencia de los efectos de la atención plena en diferentes partes del cerebro es que la iniciativa para estos cambios se deriva de nuestra conciencia actual y de nuestra voluntad: estamos llevando deliberadamente al cerebro a un modo diferente de percepción al concentrar nuestra atención en un punto. Es interesante ver cómo nuestra conciencia del ego, con sus necesidades de supervivencia en este plano material, está codificada dentro de los circuitos del cerebro, pero puede ser ignorada temporalmente. Al pasar por alto el ego, nos abrimos a la parte de nuestra conciencia que todo lo abarca. La conciencia que está basada en la intuición y en una experiencia contextual mucho más amplia. Esto es lo que reconocemos como nuestro «verdadero yo» y es esta parte de nuestro ser la que nos permite vincularnos con la conciencia de Cristo y, por lo tanto, con la Realidad Divina. Al acceder a esta dimensión de nuestro ser total, «limpiamos las puertas de la percepción y vemos la realidad tal como es, ¡infinita!» (William Blake). De hecho, volvemos a nuestra naturaleza original que está entrelazada con el resto de la creación y del Todo universal.


Sin embargo, esto no explica qué es la conciencia misma. Realmente no sabemos qué es, pero sí podemos ver sus efectos. El problema es que la conciencia no es un objeto que podemos poner a prueba en un laboratorio: estamos tratando con algo que solo se puede experimentar y hemos visto la dificultad que tiene verbalizar esta experiencia. Al final, la respuesta al problema de la conciencia sigue siendo la misma que Sócrates dio hace tanto tiempo: «Solo sé que no sé nada».


Todo lo que la tradición mística puede hacer es insinuar cómo es esa experiencia y, para ello, necesita dar muchas descripciones: “estar envuelto en el amor”, ”estar rodeado de luz”, “sentirse uno con todo lo que nos rodea”. Son muy pocas las descripciones que nos han llegado. Pero sí podemos deducir que el factor común a todas ellos es un sentido intuitivo de unidad con el Cosmos acompañado de sentimientos de admiración y reverencia. Jesús mismo también tuvo que recurrir al uso de metáforas y parábolas para tratar de explicar su propia experiencia del Reino de los Cielos, la experiencia de la Presencia Divina.


Todo lo que podemos hacer es perseverar con fidelidad y compromiso en nuestra disciplina de meditación que, en diferentes momentos del viaje espiritual, nos dará una idea de lo que nos espera hasta que hayamos purificado totalmente nuestras emociones y entremos en la Presencia de lo Divino con más frecuencia. Pero nosotros, como Jesús después de la Transfiguración, tendremos que bajar de la montaña en un servicio amoroso a los demás.


Kim Nataraja

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