La razón principal por la que se retiraron al desierto los ermitaños fue por su intenso anhelo de seguir el camino de la vida y la enseñanza de Jesús y, así, poder entrar en el «Reino de Dios» para vivir en la Divina Presencia. Sabían por su experiencia que esto solo sería posible a través de una profunda oración silenciosa interior. Y para lograrlo tuvieron que abandonar todo pensamiento egocéntrico. Según la expresión que utilizaban, tenían que “purificar sus pasiones» para poder alcanzar la «pureza de corazón». Se consideraba que la oración pura no era posible si no se abandonaban los pensamientos centrados en el ego. «Uno de los Padres dijo: “de la misma manera que no puedes ver tu cara en aguas turbulentas, el alma, si no es vaciada de pensamientos egocéntricos, no puede reflejar a Dios en la contemplación»». En palabras de Thomas Merton: “Lo que más buscaban los Padres era su propio ser verdadero en Cristo. Y para alcanzarlo tuvieron que rechazar por completo al ser falso y formal construido bajo la compulsión social en «el mundo».
La «purificación de las pasiones» se entendía como una lucha contra los propios “demonios”. Actualmente y, en términos psicológicos, interpretamos la expresión «luchar contra los demonios» tal como lo hace Thomas Merton: como un intento de entender los impulsos dañinos del «ego» herido, las energías negativas que surgen de las necesidades afectivas y/o psicológicas no satisfechas. Nosotros también tenemos que enfrentar y reconocer las heridas del ego y su comportamiento consecuente, a menudo dañino, antes de que podamos ser completos y «ver la realidad como es, infinita» (William Blake). Estas energías son muy poderosas, por lo que no sorprende que en aquella época estas fuerzas se personificaran como «demonios». También lo explica la fuerte creencia que había entonces tanto en los ángeles como en los demonios.
Las condiciones que favorecen el crecimiento espiritual fueron recogidas maravillosamente por San Benito un siglo después en su Regla para los monjes: obediencia, conversión y estabilidad. Aunque pueda parecer extraño, estas tres actitudes siguen siendo relevantes para nosotros en nuestro viaje espiritual. Veamos con más detenimiento cada una de ellas.
ud esencial es la conversión. A menudo, al comienzo del viaje espiritual, hay una visión espiritual profunda y repentina, un atisbo de una dimensión más amplia. Los primeros Padres de la Iglesia llamaron a este momento “conversión”’ o “metanoia”, un cambio sutil en el corazón y en la mente que permite a la memoria de nuestro verdadero ‘yo’ salir a la superficie y nos permite atravesar el umbral entre diferentes niveles de percepción. Este momento de iluminación nos anima a realizar una oración profunda y silenciosa. Al soltar nuestros pensamientos, imágenes y fantasías, será posible que experimentemos la verdadera realidad que envuelve la realidad ordinaria en la que vivimos nuestras vidas. Esa percepción elevada nos hace conscientes de nuestra conexión esencial con lo Divino y nuestra vida se convierte así en una dedicación total a Dios viendo a Dios en todas las cosas y en todas las personas de la creación.
La segunda condición es la obediencia. En el desierto, la obediencia al Abba (Padre) o a la Amma (Madre) era fundamental. La autoridad natural de los Abbas y las Ammas se basaba en la sabiduría que poseían, resultado de su propia experiencia vivida en la oración profunda. En lo que respecta a la obediencia para nosotros, solo podemos superar la dificultad que supone ser obedientes en nuestro tiempo cuando entendemos que obediencia realmente significa «escuchar atentamente». Los aspirantes a ermitaños primero tenían que escuchar con atención la Palabra de Dios, tal como la escucharon de las Escrituras especialmente en cuanto a los Mandamientos en forma de Bienaventuranzas y hacer de ella su regla en la vida. En segundo lugar, debían escuchar atentamente a su Abba o Amma, su guía espiritual, cuya sabiduría y compasión los apoyaba y alentaba. Necesitaban abandonar su propia voluntad y dejar atrás sus deseos individuales del ego para permanecer abiertos a escuchar la voluntad de Dios. De la mano de la obediencia va una actitud de humildad: ambas conducirían a dos de las principales virtudes mencionadas en las Bienaventuranzas: no solo la pureza de corazón, al liberarse de los deseos egoístas, sino también la pobreza de espíritu en el sentido de «conocer su necesidad de Dios».
Así, también nosotros necesitamos escuchar con atención el verdadero significado de las Escrituras. Para ello disponemos de una valiosa disciplina de la tradición benedictina: la “lectio divina”. También debemos escuchar atentamente la enseñanza y la orientación de John Main OSB y Laurence Freeman OSB. Igualmente, es necesario que abandonemos nuestros pensamientos centrados en el ego y confiemos en la intuición interna, nuestra guía divina, la «voz apacible y silenciosa de calma».
Y, finalmente, la estabilidad que vemos expresada en este dicho: «Un hermano en el desierto de Escete fue a pedirle un consejo al Abba Moisés y el anciano le dijo: “ve y siéntate en tu celda y tu celda te enseñará todo»». El énfasis que ponían los Padres y Madres del desierto en la estabilidad tenía el propósito de ayudar a los ermitaños a reducir su inquietud física y mental innata. La evidencia de que los ermitaños encontraban muy difícil el cumplimiento de esta regla de estabilidad lo vemos en los continuos cambios de asentamiento que llevaban muchos de ellos, vagando de un lugar a otro. Pero como dijo Amma Sinclética: «Si te encuentras en un monasterio (comunidad de ermitaños) no te vayas a otro lugar, porque eso te hará mucho daño. Así como el pájaro que abandona los huevos en los que estaba sentado evita que éstos eclosionen, el ermitaño o la ermitaña se enfría y su fe muere cuando van de un lugar a otro». Del mismo modo, la virtud de la estabilidad significa para nosotros un arraigo en una comunidad; un arraigo en la oración/meditación, en el camino espiritual. Pero, sobre todo, un arraigo en Dios.
Kim Nataraja