Un extracto de Laurence Freeman OSB, “El laberinto”, JESÚS EL MAESTRO INTERIOR (Nueva York: Continuum, 2000), págs. 231-32.
Para abrazar la eternidad de la plenitud del ser (el «YO SOY» de Dios), primero debemos afrontar la cruda realidad de la impermanencia y el vacío. La tentación siempre es disminuir la intensidad, sumergirnos en un grado menor de consciencia, incluso dormirnos. Buda advirtió contra el peligro de nublar la mente, en esta o en cualquier otra etapa del camino, con sustancias tóxicas o sedantes, estimulantes o depresores. Jesús exhortó a todos a permanecer plenamente conscientes.
Estad alerta, velad. No sabéis cuándo llegará el momento… Manteneos despiertos, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa. Tarde o medianoche, al canto del gallo o al amanecer; si viene de repente, no debe encontraros dormidos. Y lo que os digo a vosotros, se lo digo a todos: ¡Estad despiertos! (Mc 13:33-37)
En la carta a los Efesios, Pablo afirma que este estado de vigilia conduce a las «facultades espirituales de la sabiduría y la visión» y, posteriormente, a la gnosis, el conocimiento espiritual. Sin embargo, incluso con la fe más firme, la dolorosa sensación de separación no se disipa de inmediato, ni siquiera cuando la sabiduría comienza a manifestarse. El muro del ego puede parecer un obstáculo insuperable, un callejón sin salida que no nos deja escapatoria. Pero, como nos recuerda la Resurrección, lo que parece ser el final no lo es. Al confrontar nuestro arraigado egoísmo y reconocer su lenta agonía, la meditación nos ayuda a verificar nuestra propia resurrección en nuestra propia experiencia.
La ley de la naturaleza inferior, del karma, y el dominio del ego limitante imperan hasta que aparece una grieta en la pared. Primero se retira un ladrillo, como por una mano invisible, y vislumbramos una perspectiva que trasciende todo lo que habíamos imaginado o creído conocer. Es una experiencia, y sin embargo, se conoce de una forma completamente distinta a todo lo que hemos experimentado antes. Ya no somos el individuo que creíamos ser. La vida ha cambiado irreversiblemente. Vivimos y, sin embargo, como San Pablo, ya no vivimos.
Soy porque no soy.
No hay comentarios:
Publicar un comentario