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FRUTOS DE LA MEDITACION : LA BONDAD



La meditación cristiana no busca resultados visibles. No pretende cambiar el carácter ni producir serenidad a la fuerza. Pero con el tiempo, algo sucede: el corazón se vuelve más suave. Donde antes había dureza o prisa, aparece comprensión. Donde solía haber juicio, surge compasión. No se trata de un cambio repentino, sino de una transformación callada que brota del silencio.


La bondad nace cuando dejamos de vivir desde la defensa. Al sentarnos en silencio, el alma aprende a descansar sin exigir nada. Poco a poco, el ruido mental se calma y aparece un modo distinto de mirar. Empezamos a ver al otro no por lo que hace o nos da, sino por lo que es. Esa mirada sencilla, sin cálculo, es el comienzo de la verdadera bondad: la que no busca mérito, la que se ofrece como un don.


La práctica de la meditación nos enseña a no reaccionar ante todo lo que sentimos o pensamos. Esa pausa interior abre espacio para la ternura. En lugar de juzgar, comprendemos; en lugar de responder con dureza, dejamos pasar. Así, la bondad se convierte en una presencia natural, no en una obligación moral. La fuerza de la meditación no está en la concentración, sino en la disponibilidad para ser transformados desde dentro.


Jesús encarna esta bondad silenciosa. No impone, no fuerza, no humilla. Su manera de estar es pura acogida. En Él descubrimos que la bondad no es blandura, sino firmeza compasiva: la capacidad de sostener al otro sin perder el centro. Cuando meditamos, nos acercamos a esa forma de amar. El Espíritu va limando asperezas, y lo que queda es una energía serena, capaz de bendecir sin palabras.


La bondad no se mide, ni se demuestra. Simplemente se reconoce en la manera en que tratamos lo pequeño: una mirada más atenta, un tono más suave, una paciencia nueva. La meditación, con su ritmo lento y fiel, va preparando el terreno para que esa gracia florezca. Y cuando brota, uno comprende que el silencio no era vacío: era el lugar donde Dios maduraba su amor en nosotros.

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