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EL PODER DEL LENGUAJE

 El Abba Hiperiquio, uno de los Padres del Desierto, dijo: "Es mejor comer carne y beber vino que comer la carne de los hermanos calumniándoles“.

 


El chismorreo y la calumnia estaban muy mal vistos, porque eran un modo de juzgar a los demás. Pero también había otra razón importante: los eremitas del desierto estaban convencidos del poder del lenguaje para sanar o dañar a las personas. Tenemos que recordar que en el siglo III todavía existía, en gran medida, una cultura oral. Las palabras expresadas oralmente eran consideradas un arma muy potente, especialmente las que procedían de las Escrituras y las pronunciadas por los Abbas y Ammas. Los Padres y Madres del Desierto sólo utilizaban palabras de crítica cuando se dirigían a ermitaños jóvenes, para corregir su comportamiento y alinearlo con las bienaventuranzas.

 

Eran «puros de corazón»; detrás de sus palabras y comportamientos no había en ellos sentimientos ni motivos inconscientes centrados en sí mismos. Por eso, las palabras que utilizaban eran palabras con poder pues sanaban y renovaban la vida. También eran muy conscientes del daño que una palabra podía hacer. Consideraban cuidadosamente cuándo debían hablar y cuándo callar. De ahí la importancia que atribuían al silencio en general y su consejo de no hablar si no era necesario. Evitaban la charla descuidada y dañina y permitían que surgieran palabras de sabiduría. Aunque ya no vivimos en una cultura oral, nosotros también sabemos el poder que puede tener una palabra alentadora o una palabra despectiva para todos aquellos que nos acompañan en el camino espiritual.

 

Una razón importante por la que llegaban a emplear alguna palabra de crítica o amonestación era cuando se veían implicadas las Sagradas Escrituras. La mayor parte del conocimiento de los Padres y Madres del Desierto procedía de escuchar la Palabra de las Escrituras en la “sinaxis”, reunión semanal que tenían los monjes. Hay una historia sobre un hermano que se distrajo momentáneamente y se olvidó de pronunciar algunas palabras del Salmo que estaban recitando. Un monje anciano se acercó a él y le dijo: “Hermano, ¿dónde estaban tus pensamientos que te olvidaste de pronunciar el salmo durante la sinaxis? ¿No sabes que estabas en presencia de Dios y hablabas con Él?”.

 

La meditación, la repetición de ciertas palabras de las Escrituras, recitándolas de memoria, ayudó a los monjes a lidiar con sus pensamientos y tentaciones, sus propios “demonios” internos. A menudo, les invadían los recuerdos de su vida anterior, los remordimientos por los actos cometidos en el pasado o por las buenas obras que no habían realizado.

 

La frase que Juan Casiano aconsejaba: “Oh, Dios mío, ayúdame, ven pronto en mi auxilio” era para él como una “muralla infranqueable, una coraza impenetrable y un fuerte escudo”. Enfatizó en esto: “Deberás pronunciar constantemente este versículo en tu corazón. No debes dejar de repetirlo mientras trabajas o estás de viaje. Pronúncialo mientras duermes, mientras comes e incluso cuando atiendes las necesidades básicas de la vida”.

 

Las Sagradas Escrituras fueron el fundamento de sus vidas. Cuando algunos monjes fueron a preguntar a San Antonio cómo debían vivir, él les dijo: “Si escucháis las palabras de las Escrituras, aprenderéis cómo”.

 

También nosotros podemos aprender de las palabras de Jesús en el Evangelio. Bien leyéndolas después de nuestra meditación o incluso, mejor aún, a través de la lectio divina benedictina, seleccionando un pasaje, leyéndolo lentamente y poniendo toda nuestra atención en las palabras que pronunciamos. Laurence Freeman dijo que al hacer esto “leemos el Evangelio y permitimos que el Evangelio nos lea”.

 

Kim Nataraja

 

Traducido por WCCM España

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