Lo extraordinario de la Navidad es precisamente que se trata de un acontecimiento ordinario, si dejamos a un lado los elementos simbólicos que lo acompañan como pueden ser los ángeles, los Reyes Magos, etc. Esos símbolos sin embargo, hacen referencia a la grandiosidad y la maravilla que representa la llegada de este nuevo ser a la humanidad. Lo maravilloso resplandece en lo ordinario, igual que las luces del árbol de Navidad brillan en la oscuridad de una habitación.
Jesús no nació en una familia pobre, ni en una familia de la realeza, vino al mundo en una familia de clase media, artesana. No encontrar una habitación en una posada cuando hay una eventual gran ocupación en la ciudad puede sucederle a cualquiera. Nació en un pesebre, que bien podría ser un "lugar para guardar las ovejas". Autores posteriores lo describieron como una cueva. En la antigüedad, las cuevas simbolizaban un lugar de encuentro con Dios. Orígenes creía que podría haber sido una cueva donde se guardaban ovejas, quizá en un antiguo lugar donde vivía el dios Tamuz, patrón de los pastores. En cualquier caso, los pastores tienen una fuerte imagen simbólica. Jesús se llamó a sí mismo el "buen pastor" y la representación artística más antigua de él es la de un joven pastor que llevaba las ovejas perdidas sobre sus hombros. Aunque en el antiguo Israel, los pastores nómadas tenían una buena imagen pública, en la época de Jesús se habían convertido en una clase despreciada. Las circunstancias del nacimiento de Jesús podrían sugerir que tuvo la oportunidad de tratar con personas ricas y poderosas, pero él prefirió dedicarse a los pobres y marginados.
La Palabra eterna que se hizo carne en una cueva de Belén también se engendra y va tomando forma en nosotros durante nuestra vida diaria. Todo lo que hacemos, pensamos, decimos, todo lo que nos sucede y evoca una respuesta, consciente o no, influye en esta formación. San Pablo, como guía espiritual de sus comunidades, experimentó los dolores del parto cuando "Cristo se forma en ti" (Gal 4:19). Es un nacimiento, una encarnación del Ser de Dios, que tiene lugar en lo más profundo de nosotros; y que también sienten aquellos con quienes vivimos, especialmente aquellos que se preocupan por nosotros y nosotros por ellos. Ésta es la experiencia de la Navidad, tanto en la intimidad personal como en la comunidad.
El hermano Lawrence, un carmelita seglar que vivió en un monasterio de París en el siglo XVII fue conocido por su profunda experiencia de Dios. Irradiaba la presencia sagrada en todo cuanto hacía y ayudó a despertar a la visión de Dios a muchas otras personas. Una de sus tareas consistía en ir cada día al mercado y regatear los precios de los productos que compraba, después tenía que organizar y supervisar todo el trabajo de la cocina del monasterio. Él decía que sentía la presencia de Dios con mayor fuerza en esos lugares, que en la propia iglesia. Ese sentir constante de la presencia de Cristo es el objetivo de la meditación y del Adviento que ahora culmina en la Natividad.
El principal mensaje es que no necesitamos ser demasiado piadosos, ni demasiado conscientes de nosotros mismos, ni debemos vivir de forma artificial y ostentosa el nacimiento de la Palabra. El hermano Lawrence comprendió la maravillosa revelación de Dios en todo lo ordinario que hay en nuestras vidas. Esto no significa que tengamos que convertirnos en personas especialmente santas, solo debemos dejar que aflore nuestro verdadero ser: “Debemos aplicarnos incesantemente a este fin, para que todas nuestras acciones puedan ser pequeños actos de comunión con Dios; pero no deben ser estudiados o planificados, deben surgir de forma natural, de la pureza y la simplicidad del corazón “.
A medida que la Palabra nace en nuestros cuerpos, en nuestras mentes, en nuestros sentimientos y en todas nuestras relaciones, todo cuanto somos se encarna en la Palabra. Y ésta es la razón principal por la que decimos “Feliz Navidad”. No sólo “Felices Fiestas” sino “Feliz Navidad”.
Laurence Freeman OSB
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