Nuestra reflexión sobre las exigencias del silencio monástico, nos lleva forzosamente a
considerar lo que constituye su norma última: el silencio de Cristo. Pero el silencio
marca tan hondamente la totalidad del misterio de Cristo que no nos será posible en el
marco de estas páginas hablar de él sino por aproximaciones discretas. Estas nos
introducirán en algunos de los aspectos más importantes del silencio de Cristo. Toda la
vida de Jesús nos revela el lugar considerable que ha tenido el silencio en el conjunto
de su misterio.
1 – Silencio y vida oculta. El laconismo de la Escritura sobre el tema no debe hacernos
perder de vista que Jesús pasó la mayor parte de su existencia terrena en el silencio
de la vida oculta de Nazaret. Este simple hecho nos revela que el silencio es, por
decirlo así, connatural a Jesús. ¡La Palabra hecha carne calla durante treinta años!
2 – Silencio opuesto al tumulto. En el transcurso de la vida pública, el Evangelio nos
revela cierto antagonismo entre Jesús y el ruido, el tumulto, los gritos. En presencia de
Jesús el hombre poseído por un espíritu impuro “se puso a gritar” (Mc 1,23-24), el
demoníaco geraseno “gritó con fuerte voz” (Mc 5,7), el espíritu mudo “salió dando
gritos” y sacudió violentamente al niño epiléptico (Mc 9,26), el “tumulto” de la
muchedumbre llorosa se manifiesta por grandes gritos (Mc 5,38). A toda esta
confusión, Jesús opone palabras breves y serenas: “Cállate” (Phimoô = ponte un bozal)
dice al espíritu impuro (Mc 1,24; Lc 4,35) y al mar encrespado (Mc 4,39) o también
“¿Por qué ese tumulto?” (Mc 5,39). Su sola presencia parece desencadenar disturbio y
desconcierto que él domina inmediatamente con el poder misterioso de su silencio y de
su paz (Mc 4,39; 5,15; 6,50-51; 9,26...), “No gritará ni levantará la voz” profetizó de él
Isaías (42,2).
3 – Silencio-discreción. La actividad pública de Jesús lleva siempre la marca de una
gran discreción. A la reacción alborotada de las muchedumbres maravilladas por sus
milagros, Jesús opone su aversión por el renombre estrepitoso y fácil. Teme para su
misión mesiánica el brillo puramente humano. Después de haber curado al ciego de
Betsaida, le dice: “Ni siquiera entres en el pueblo” (Mc 8,26) y al leproso: “Guárdate de
decir nada a nadie” (Mc 1,44); obra de la misma manera con el sordomudo (Mc 7,36) y
con los tres discípulos al bajar del Tabor (Mc 9,9). La incapacidad de los hombres para
callar su alegría por los beneficios recibidos tiene por efecto alejar a Cristo: “De modo
que ya no podía Jesús presentarse en público en ciudad alguna, sino que se quedaba
afuera en lugares solitarios” (Mc 1,45). Es que la publicidad indiscreta que las
muchedumbres dan a los aspectos maravillosos del misterio de Jesús provoca una
adhesión por demás sociológica y corre peligro de arruinar su paciente pedagogía para
el acto personal de fe. Siempre se corre el riesgo de que la gloria humana tome el lugar
de Cristo en los corazones. Por eso “no les hablaba sino en parábolas y explicaba todo
a sus discípulos” (Mc 4,34), y bendecía a su Padre por “haber ocultado estas cosas a
los sabios y a los prudentes” y por “haberlas revelado a los pequeños” (Mt 11,25). Toda
la iniciación al misterio del Reino (cf. Mc 4,11-12) es lo que está en juego en este
silencio-discreción.
4 – Silencio y soledad del desierto. Si Jesús permanece alejado en los lugares
desiertos es porque entre ellos y él existe cierta afinidad misteriosa. Inmediatamente
después de su bautismo, el Espíritu Santo lo empuja al desierto (Mc 1,12). “Lejos, en
un lugar desierto” restaura las fuerzas de sus discípulos (Mc 6,31), instruye y alimenta
al pueblo (Mc 6,34-44), se retira para orar (Mc 1,35). A la soledad de la montaña lleva
consigo a Pedro, Santiago y Juan cuando su transfiguración y su agonía (Mc 9,2;
14,33).
Emmanuel Latteur OSB
Cuadernos Monásticos 41 (1977)
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