Una de las cosas que nos resulta más difícil es no juzgar a los demás; y no sólo eso, sino también ser capaces de no juzgarnos a nosotros mismos. Hay un dicho de los Padres del Desierto que lo expresa así: “El sabio solía decir: no hay nada peor que ser juzgado”.
Los Padres y Madres del Desierto conocían la mente y el corazón de sus semejantes; eran excelentes psicólogos. Eran conscientes de que la tendencia que tenemos a cotillear, juzgar y criticar a los demás, es la forma en que mostramos los propios conflictos no resueltos, que provienen de heridas internas, condicionamientos o necesidades insatisfechas: “Nadie que no pueda cerrar los ojos a las faltas del prójimo es capaz de alcanzar la libertad interior” (Máximo el Confesor).
Se trata de sentimientos incómodos que proyectamos hacia el exterior. Juzgamos y criticamos a los demás por comportamientos potencialmente propios: “Nunca señales con un dedo de desprecio o juicio al prójimo porque al apuntarle, otros tres dedos están señalándote a ti” (Corazón del Oso –“El viento es mi madre”).
Esta proyección también nos hace culpar a otros por nuestras propias deficiencias, como vemos en la historia que incluimos en el texto de la semana pasada y que transcribo aquí de nuevo:
Un monje que se sentía muy tenso dentro de la comunidad y a menudo, se enfadaba y se dejaba llevar por la ira, se dijo así mismo: "Voy a irme a vivir solo a algún lugar. Como no podré hablar ni escuchar a nadie, estaré tranquilo y, así, mi ira desaparecerá". Salió de la ciudad y comenzó a vivir solo, en una cueva. Pero un día, cuando llenó su jarra de agua y la colocó sobre el suelo, de pronto ésta se cayó. La volvió a llenar y de nuevo se volcó. Esto ocurrió una tercera vez y el hombre, furioso, cogió la jarra y la rompió. Al volver a su sano juicio, supo que el demonio de la ira se había burlado de él, y se dijo: "Volveré a la comunidad. Dondequiera que uno viva, necesita esfuerzo y paciencia y sobre todo, la ayuda de Dios".
Además, cuando juzgamos a los demás les encerramos en un marco, impidiéndoles que progresen o crezcan a nuestros ojos. Les negamos la posibilidad de cambio y les dejamos atrapados en un determinado momento: “Abba Xanthias dijo: El ladrón estaba en la cruz y fue perdonado por una sola palabra. Y Judas, que fue uno de los apóstoles, arruinó toda su obra en una sola noche y descendió del cielo al infierno. Por ello, no se enaltezca el que obra bien; todos los que confiaron en sí mismos, cayeron” (Historias de los Padres del Desierto).
Lo que hacemos a los demás, nos lo hacemos constantemente a nosotros mismos. La meditación es una herramienta para adquirir esta actitud de “no enjuiciamiento”. Sin embargo, en la meditación, a menudo nos juzgamos a nosotros mismos con interrogantes como: “¿Por qué mi mente está siempre llena de pensamientos? ¿Por qué no puedo permanecer quieto?”. No te juzgues. Simplemente acéptalo tal cual es. Observa y nombra lo que pasa por tu mente de la forma más objetiva posible y, amorosamente, regresa a tu mantra. Conviértete en un observador imparcial. Este enfoque, pronto se transformará en parte integral de tu ser y te conducirá a la objetividad, al desapego y a la conciencia verdadera.
Kim Nataraja
Traducido por WCCM España
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