Todos hemos experimentado en algún momento de nuestras vidas, estando con la persona
amada, o tal vez en un momento de profundo dolor o tristeza, que existe un poder particular
en el silencio. Este se experimenta naturalmente en momentos muy significativos de nuestra
vida, porque sentimos que entramos en contacto directo con una verdad de tal magnitud que
las palabras podrían distraernos e impedirnos ingresar en este significado.
El silencio tiene el poder de permitir que esta verdad emerja, suba a la superficie y se haga
visible. Ocurre naturalmente a su tiempo y forma. Sabemos que no somos responsables de
hacer que acontezca. Pero sabemos que tiene un significado personal para nosotros.
Conocemos que es más grande que nosotros y tal vez encontremos en nuestro interior una
humildad inesperada que nos conduzca a un silencio verdaderamente alerta. Permitimos que
la Verdad sea.
Pero también hay algo en cada uno de nosotros que nos incita a controlar a otros, a
desactivar la fuerza que tenuemente captamos en un momento de verdad, a protegernos del
poder transformador del silencio neutralizando su carácter diferente e imponiendo nuestro
propio criterio sobre ello.
Lo terrible de la idolatría es precisamente crear un dios a nuestra propia imagen y
semejanza. En vez de encontrar a Dios desde su imponente diferencia de nosotros mismos,
lo construimos como un modelo de juguete de acuerdo con nuestra imagen emocional y
psíquica. Al hacerlo no lo dañamos a Él, por supuesto, ya que ninguna irrealidad tiene poder
sobre Dios, sino que nos devaluamos y nos dispersamos, y entregamos nuestro potencial y
la gloria divina de nuestra humanidad al falso destello de un becerro dorado.
La verdad es mucho más excitante y maravillosa. Dios, no es un reflejo de nuestra
conciencia, pero nosotros sí somos Su reflejo, SU imagen, al haber sido incorporados por
Jesús, su Hijo y nuestro Hermano. Nuestro camino a la experiencia de esta verdad es el
silencio de nuestra meditación.
John Main (Editorial Medio Media)
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