Nuestra educación religiosa y el legado de imágenes de Dios que hayamos recibido en ella, puede resultar un obstáculo adicional para nosotros en el camino espiritual. Debemos ser conscientes de que nuestras ideas sobre Dios no sólo vienen determinadas por factores sociales y culturales, sino que también están distorsionadas por nuestro propio condicionamiento, nuestros miedos, nuestros deseos y necesidades personales. Con frecuencia estas ideas son un producto de nuestra primera infancia vinculado con nuestras actitudes, especialmente en relación con nuestros padres y maestros. Por tanto, todas las imágenes son un producto del 'ego'.
Cuando nombramos a “Dios”, sentimos que conocemos la Realidad Divina; al habernos formado una imagen clara de Él o Ella, el "ego" se siente seguro y con control. Pero “nombrar” no significa “conocer”.
En el Génesis se dice que hemos sido hechos "a imagen y semejanza de Dios". Pero en lugar de entender esto como que poseemos la imagen y semejanza divina dentro de nosotros, lo interpretamos literalmente y lo que hacemos es incorporar a Dios a nuestra propia imagen condicionada: "La mayoría de la gente está encerrada en sus mortales cuerpos como un caracol dentro de su caparazón, acurrucada en sus propias obsesiones. Se forman su propia idea de Dios poniéndose a sí mismos como modelo" (Clemente de Alejandría). A menudo, cuando nos volvemos "agnósticos" o incluso "ateos", lo que realmente muere es nuestra propia imagen de Dios. El grito de Nietzsche de que Dios está muerto es un sorprendente ejemplo de esto. No podía aceptar al Dios de su infancia y “arrojó al bebé con el agua del baño”.
Las Escrituras cristianas nos muestran claramente cómo funciona este proceso: las imágenes que nos forjamos reflejan la época en la que vivimos y las necesidades que tenemos. Así, podemos ver una secuencia de diferentes imágenes de Dios vinculadas a la evolución social de la humanidad. Primero nos encontramos con el Dios tribal de la Biblia hebrea: todopoderoso, protector, generoso, impresionante pero también distante, caprichoso e impredecible, como la naturaleza de la que las pequeñas comunidades, a menudo migratorias, eran tan dependientes. A esto le sigue un Dios más imparcial, omnipotente y omnisciente, no tan distante, un gobernante justo como el rey ideal que la comunidad establecida o el estado de la ciudad necesitaba. Luego encontramos al Dios del Amor del Nuevo Testamento, que refleja la necesidad de paz y servicio en una comunidad más amplia en la que se van consolidando las relaciones. Sin embargo, Dios no cambia, sólo lo hacen nuestras imágenes de Él.
Incluso sabiendo que no podemos abarcar lo Divino con palabras y pensamientos, nos resulta demasiado difícil en general relacionarnos con algo "innombrable, inefable e ilimitado". La mente humana necesita imágenes, así es como está diseñada; y así es como se mueve nuestro ser físico, en un nivel de realidad dentro de las coordenadas de espacio y tiempo. Pero debemos recordar que Dios es mucho más que nuestras imágenes y debemos poner la mirada más allá de las imágenes que señalan a esa realidad. Como dice un pensamiento budista, son dedos que apuntan a la luna, no es la luna misma. Al tratar nuestras imágenes como la Realidad, ignorando que son meras sombras de lo Real, estamos construyendo ídolos de nuestras imágenes. Pero tenemos que destruir estos ídolos. El Maestro Eckhart (místico alemán del siglo XIV) lo expresó con fuerza al decir: "Por lo tanto, ruego a Dios que me libere de Dios" (libérame de mis imágenes de Dios). Esta frase es similar al dicho budista: "Cuando te encuentres con Buda en el camino, mátalo". Es la Deidad, más allá de nuestras imágenes, con la que estamos íntimamente ligados. Las imágenes sólo ocultan esa realidad. La meditación, con su énfasis en que logremos abandonar las palabras y los pensamientos, nos ayuda a desprendernos de nuestras imágenes falsas, de nuestros ídolos imaginarios y a entrar en la pura experiencia de Dios, sin palabras, sin pensamientos.
Kim Nataraja
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