Estamos unidos y estamos invitados a comenzar la experiencia, aunque sea de forma débil, “en esta vida”, como lo dice San Pedro, en el torrente de Amor que es el dinamismo interior de la Trinidad. La experiencia puede comenzar con una pequeña aprehensión de la realidad porque ninguno de nosotros podría vivir continuamente en la totalidad del poder del Amor. Pero la experiencia no es solo una pequeña epifanía que viene y va. Todo nuestro pensamiento y acción son capaces de ser tocados y transfigurados por la experiencia; pues la experiencia es constante y eterna. Se hace consciente en nosotros cuando en la oración estamos presentes a ella.
La diaria experiencia de la meditación nos lleva más profundamente a la constante convicción que se convierte en convicción persuasiva en que Dios es uno en nuestras vidas. Él es inteligencia suprema y poder supremo por el Amor que nos abraza.
Pero eso no es todo. También está el conocimiento extra-ordinario que es nuestro destino, el destino de cada uno de entrar a este dinamismo de unidad en completa paz y en total silencio y sabernos amados en esa paz y silencio.
Es entonces que sabemos que el Amor es la suprema realidad siempre. La paz de este despertar en Dios la podemos aceptar fácilmente. Pero el silencio es mucho más difícil. Mientras vamos entrando a niveles más profundos de silencio, nos vemos tentados en regresar a la superficie, a posponer el último salto, el acto total de fe. Y tal vez estemos en lo correcto de dudar, pues una vez que demos el paso, es para siempre. No hay vuelta para atrás de dar el paso de “todo o nada”.
El Antiguo Testamento reconoce a un Dios que es “celoso”, con un “fuego devorador” porque Él no acepta medias tintas o duplicidad. En el Nuevo Testamento encontramos la forma de superar la inconstancia de las medias tintas del compromiso humano: el discipulado de Cristo. La forma de abrirnos al infinito, a su Amor infinito, es que nuestros corazones finitos se abran totalmente a Jesús.
Se requiere de toda nuestra capacidad para este proceso inmenso de auto-apertura que es el camino del silencio, a lo que aparentemente es la nada, pero que es un camino hacia el Todo, a quien es, a quien nombramos como Dios.
La forma de hacer este camino es el camino de lealtad del mantra. No debemos decir el mantra de forma mediocre o solo por cierto tiempo – nuestro Dios es un Dios celoso – pero debemos decirlo con total fidelidad. Al renunciar generosamente a nosotros mismos, renunciando a nuestros pensamientos, palabras, recuerdos, fantasías, imaginación, nuestra propia imagen optamos valientemente por el silencio, hacia la paz y a la unidad de Dios.
John Main, OSB
Del libro: The Heart of Creation
Canterbury Press, 2007
Traducido por Lucía Gayón
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