domingo

TERCER DOMINGO DE CUARESMA

 Juan 2.13-25


“Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él sabía lo que había en el hombre”.

Cuando Jesús purificó el Templo expulsando a los cambistas y comerciantes del recinto sagrado, selló su destino. Una cosa es enseñar, como todos sabemos, y otra muy distinta es practicar. Cuando empiezas a actuar según la verdad –asumiendo el riesgo de tener razón y el riesgo aún mayor de volverte impopular por desafiar el statu quo– el sistema se volverá contra ti. Los pavos no votan por la Navidad, ni las gallinas por la Pascua.

Como todos sabemos, existe el pecado personal. Por ejemplo: nuestra negativa a enfrentar la realidad y nuestra preferencia por lo que, en el fondo, sabemos que es una ilusión; o nuestra deliberada y cuidadosamente justificada insensibilidad hacia quienes necesitan nuestro tiempo, recursos o talento; nuestras maneras astutas de defender una relación egoísta con los acontecimientos y las personas de nuestra vida; nuestra codicia deliberada y la obsesión por el beneficio a corto plazo; nuestras formas de explotar a los demás. Y así sucesivamente. Todos conocemos nuestros propios defectos, o al menos los sospechamos. Son la causa de nuestro infierno individual y psicológico: el dominio del falso yo. Sin embargo, por dolorosos que sean, no representan un obstáculo insalvable para el amor de Dios, que fluye a través de nuestras grietas para sanarnos y darnos siempre otra oportunidad.

Pero hay algo más en el ámbito del pecado que nos afecta porque nos condiciona a través de la cultura en la que vivimos. Es más colectivo e impersonal que nuestras fallas individuales. Lo vemos en tsunamis sociales de inhumanidad y crueldad horriblemente insensatas, como la Shoá o la violencia actual en Medio Oriente. Este pecado no solo posee a individuos, sino a grupos enteros. Brinda un falso sentido de comunidad, una versión perversa y autodestructiva de la solidaridad que todos los seres humanos buscamos.

El pecado, ya sea personal o colectivo, es pegajoso. Incluso cuando intentamos desprendernos de él, se aferra aún más. Las víctimas terminan pareciéndose a quienes las persiguieron, mientras siguen presentándose como los oprimidos. ¿Cómo podemos liberarnos, y liberar al mundo, de esta terrible adherencia del pecado? Con fuertes dosis del suero de la realidad.

Según La Nube del No Saber, un texto del siglo XIV, la meditación seca la raíz del pecado. Una afirmación audaz. Pero cierta. Y no te hará popular. La meditación es un poderoso disolvente del pegamento de la ilusión y el egoísmo. Como un gran producto que descubrimos y que resuelve una tarea doméstica que no habíamos podido completar, la meditación cumple lo que promete. Siempre que la practiquemos. La Cuaresma es el momento para hacer este trabajo. Sigue adelante: vale la pena.


Este es un extracto de Sensing God de Laurence Freeman, SPCK Publishing - distribución exclusiva para miembros de WCCM.

No hay comentarios: